Sunday, May 05, 2013

Menos llamarse Carlos (Pellicer)


Carlos Pellicer

 
Del diario del gato:
 
19-01-13: Dos vueltas al parque y muchos loros reales. En la casa me esperó la voz de Gonzalo Celorio hablando de Pellicer. Subo el volumen y transcribo, para que sople un aire tabasqueño esta mañana: 

Ustedes imagínense a Carlos Pellicer, un muchacho muy joven, estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria. Me lo imagino desde el segundo piso del antiguo  Colegio de San Ildefonso, todavía desprovisto de los murales de Orozco, con sus calcetines anaranjados, como son famosos, diciendo el primer poema: 

´En medio de la dicha de mi vida,
deténgome a decir que el mundo es bueno
por la divina sangre de la herida´”.

Voy ahora por uno de sus libros. Corrijo. No es un libro. Es la casa de la alegría, como dijo una vez Gabriel Zaid. La puerta está abierta. Paso. Pasemos todos. 

Continuó oyendo a Celorio: 

“Poeta de dieciocho años, tal vez, confesando una fe religiosa, hablando de la bondad del mundo en un tono alegre, cuando todos los poetas adolescentes más bien se quejan, sufren, se duelen y manifiestan su dolor, su pesadumbre, su escepticismo. Por ahí José Joaquín Blanco decía de Amado Nervo que él no era un gran poeta, porque un poeta que dice en un poema que está en paz con la vida no es un poeta. Pero Pellicer ¡vaya que es un poeta! Un poeta de la alegría. 

Y este poeta al final de sus ´Esquemas para una oda tropical´, se sigue manifestando creyente y esperanzado y persiste en su alegría. Fíjense en estos últimos versos de Pellicer:

´Y en noches luminosas
la brisa huésped de la madrugada
agita con las yemas de sus dedos
el verde oro caudal de aquellas plumas,
retoño volador del árbol muerto´. 

´Y en noches luminosas´. Todas las noches de Pellicer siempre serán luminosas, cálidas, brillantes. ´La brisa huésped de la madrugada´, es decir, estamos en el momento del amanecer. Agita…´ . Y aquí utiliza una prosopopeya, es decir, le da a un fenómeno inanimado estas facultades humanas, le atribuye dedos a la brisa.  ´La brisa huésped de la madrugada/ agita con las yemas de sus dedos´. Y aquí hay una espléndida metáfora de un ave tropical, seguramente un quetzal. Yo pienso en un quetzal. ´El verde oro caudal de aquellas plumas´. Pienso en un quetzal porque, pues si es un caudal de plumas, siento que esta cola de los quetzales tan larga podía corresponder en su largura a esta palabra de ´caudal´ , y además, este colorido ´El verde oro caudal de aquellas plumas/, retoño volador de un árbol muerto´, que es maravilloso, un árbol muerto en donde finalmente todavía anida la vida en esta ave que despierta en el momento del amanecer y emprende el vuelo, en contraste con el árbol muerto donde ha pasado la noche y donde está posada.  

Pero fíjense ustedes como tiene dos posibles lecturas. Una de carácter poético: da la impresión de que es casi una alegoría del poema, que el poema vive o sobrevive, a pesar de que el poeta que albergó a esta ave ya haya muerto. Es como la supervivencia de la poesía, más allá de la vida del poeta.  

Nunca hay una sola explicación para un poema, por supuesto, ¿no?  No estamos en un discurso matemático. Estamos en un discurso poético, en donde las palabras, como dice el propio Bachelard, tienen una resistencia a la significación precisa. Pero a mí me gustaría darle también una interpretación religiosa: parecería que es el alma la que vive, la que  pervive a la muerte del cuerpo que estaría representado por el árbol, el árbol muerto.  

Lo que es cierto es que hay una continuidad, como bien lo vio Gabriel Zaid. Una continuidad entre este primer poema dichoso, alegre, y el último poema en donde mantiene longevamente una fe que no ha fenecido”. 
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Recuerdo la primera lectura que hice de Pellicer. Fue una tarde del año 66, en la Biblioteca Pío Tamayo de Barquisimeto. En un número de la Revista Nacional de Cultura leí con asombro un poema cuyos primeros versos me parecieron fascinantes. Todavía los puedo decir de memoria, sin error alguno: “He olvidado mi nombre./ Todo será posible menos llamarse Carlos./ ¿Y dónde habrá quedado?/ ¿En manos de qué algo habrá quedado?”. El poema entero me pareció deslumbrante.
 
Salí de la biblioteca, ebrio de Pellicer, y caminé por la 26 hasta la esquina de la 20, diciéndome un verso que acababa de hacer mío: “Todo será posible menos llamarse Freddy”. El poema lo había copiado en un cuaderno. Cuando llegué a la casa abrí de inmediato la vieja Underwood. Lo transcribí para agregarlo al primer atlas de Warburg que yo tuve: una carpeta que albergaba, entre otros tesoros, Semillas para un himno de Octavio Paz, poemas de Quevedo, Góngora, Gerbasi y Paz Castillo. También –hay que decirlo- allí estaban los textos que con el nombre de Erasmo Felipe me atreví a escribir yo mismo en esa máquina viajera.

Todo en ella era posible, menos llamarse Carlos o Freddy.