Natalia Ginzburg ha descubierto que la ciudad se
parece a su amigo perdido: es terca, laboriosa y ceñuda, pero a veces el ocio
la posee y se entrega al sueño. Él la amaba y por eso revive en cada esquina.
Justo, en una, cree estar viéndolo Natalia, “con el abrigo oscuro de trabilla,
el rostro oculto tras el cuello, el sombrero calado hasta los ojos”.
Seguramente va a entrar en un café lleno de humo, donde se quitará el abrigo y
el sombrero, y se dejará enrollada al cuello “la fea bufanda clara”. Es
probable que saque una hoja y escriba estos versos:
Este es el
día en que suben del río las nieblas
a la bella ciudad, por entre prados y colinas,
y la difuminan como un recuerdo…
Las calles de Buenos Aires, dice Borges, son un
mapa de su vida. Para Natalia Ginzburg, las de la suya, son la biografía del
amigo. Por instantes parece que están risueñas, pero es sólo una impresión.
Siguen en lo suyo: la "malinconia".
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En algunas ocasiones el amigo los visitaba por
las noches. “Se sentaba, pálido, con su bufandita al cuello, y se retorcía los
cabellos o arrugaba una hoja de papel. En toda la velada no pronunciaba una
sola palabra… Al fin, de repente, cogía el sombrero y se marchaba”.
Pocas veces hablaba y se mostraba alegre, pero
cuando esto ocurría, todo a su alrededor se llenaba de dicha y sus amigos se
volvían “mucho más inteligentes”.
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Antes de referir su muerte, Natalia Ginzburg lo
evoca con el rostro demacrado de una tarde, pero sin perder en su figura la
gracia eterna de un adolescente. Era un escritor célebre, que veía lo cotidiano,
fama incluida, “desde inconmensurables lejanías”.
“Murió en
verano. Nuestra ciudad en verano, está desierta y parece muy grande, clara y
sonora como una plaza. El cielo está limpio pero no luminoso, tiene una palidez
lechosa. El río fluye llano como un camino, sin emanar humedad ni frescura. De
las calles se levantan ráfagas de polvo (…). // No estaba ninguno de nosotros.
Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de
un hotel cerca de la estación: en la ciudad que le pertenecía, quiso morir como
un forastero. Había imaginado su muerte en una poesía, de hacía muchos, muchos
años:
No será
necesario dejar la cama.
Sólo el alba entrará en el cuarto vacío"
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Poco después de su muerte, Natalia, su marido y
unos amigos, fueron a la colina, y sintieron que él, “de alguna manera
misteriosa”, siempre los había ayudado y protegido.
--
No conozco una mejor estampa sobre él que este
retrato de Natalia Ginzburg. Lo leo y releo con enorme gusto. En sus páginas no
se dice su nombre, pero se le siente entero, profundo, vivo.
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Ahora vuelvo al "Oficio..."
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(El Retrato
de un amigo de Natalia Ginzburg está incluido en su formidable libro Las
pequeñas virtudes)
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