Carlos Pellicer
Del diario del gato:
19-01-13: Dos
vueltas al parque y muchos loros reales. En la casa me esperó la voz de Gonzalo
Celorio hablando de Pellicer. Subo el volumen y transcribo, para que sople un
aire tabasqueño esta mañana:
“Ustedes
imagínense a Carlos Pellicer, un muchacho muy joven, estudiante de la Escuela
Nacional Preparatoria. Me lo imagino desde el segundo piso del antiguo Colegio de San Ildefonso, todavía desprovisto
de los murales de Orozco, con sus calcetines anaranjados, como son famosos,
diciendo el primer poema:
´En medio de la dicha de mi
vida,
deténgome a decir que el
mundo es bueno
por la divina sangre de la
herida´”.
Voy
ahora por uno de sus libros. Corrijo. No es un libro. Es la casa de la alegría,
como dijo una vez Gabriel Zaid. La puerta está abierta. Paso. Pasemos todos.
Continuó
oyendo a Celorio:
“Poeta
de dieciocho años, tal vez, confesando una fe religiosa, hablando de la bondad
del mundo en un tono alegre, cuando todos los poetas adolescentes más bien se
quejan, sufren, se duelen y manifiestan su dolor, su pesadumbre, su
escepticismo. Por ahí José Joaquín Blanco decía de Amado Nervo que él no era un
gran poeta, porque un poeta que dice en un poema que está en paz con la vida no
es un poeta. Pero Pellicer ¡vaya que es un poeta! Un poeta de la alegría.
Y
este poeta al final de sus ´Esquemas para
una oda tropical´, se sigue manifestando creyente y esperanzado y persiste
en su alegría. Fíjense en estos últimos versos de Pellicer:
´Y en noches luminosas
la brisa huésped de la
madrugada
agita con las yemas de sus
dedos
el verde oro caudal de
aquellas plumas,
retoño volador del árbol
muerto´.
´Y en noches luminosas´. Todas las noches
de Pellicer siempre serán luminosas, cálidas, brillantes. ´La brisa huésped de la madrugada´, es decir, estamos en el momento
del amanecer. Agita…´ . Y aquí
utiliza una prosopopeya, es decir, le da a un fenómeno inanimado estas
facultades humanas, le atribuye dedos a la brisa. ´La
brisa huésped de la madrugada/ agita con las yemas de sus dedos´. Y aquí
hay una espléndida metáfora de un ave tropical, seguramente un quetzal. Yo
pienso en un quetzal. ´El verde oro
caudal de aquellas plumas´. Pienso en un quetzal porque, pues si es un
caudal de plumas, siento que esta cola de los quetzales tan larga podía
corresponder en su largura a esta palabra de ´caudal´ , y además, este colorido
´El verde oro caudal de aquellas plumas/,
retoño volador de un árbol muerto´, que es maravilloso, un árbol muerto en
donde finalmente todavía anida la vida en esta ave que despierta en el momento
del amanecer y emprende el vuelo, en contraste con el árbol muerto donde ha
pasado la noche y donde está posada.
Pero
fíjense ustedes como tiene dos posibles lecturas. Una de carácter poético: da
la impresión de que es casi una alegoría del poema, que el poema vive o sobrevive,
a pesar de que el poeta que albergó a esta ave ya haya muerto. Es como la
supervivencia de la poesía, más allá de la vida del poeta.
Nunca
hay una sola explicación para un poema, por supuesto, ¿no? No estamos en un discurso matemático. Estamos
en un discurso poético, en donde las palabras, como dice el propio Bachelard, tienen
una resistencia a la significación precisa. Pero a mí me gustaría darle también
una interpretación religiosa: parecería que es el alma la que vive, la que pervive a la muerte del cuerpo que estaría
representado por el árbol, el árbol muerto.
Lo
que es cierto es que hay una continuidad, como bien lo vio Gabriel Zaid. Una
continuidad entre este primer poema dichoso, alegre, y el último poema en donde
mantiene longevamente una fe que no ha fenecido”.
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Recuerdo
la primera lectura que hice de Pellicer. Fue una tarde del año 66, en la
Biblioteca Pío Tamayo de Barquisimeto. En un número de la Revista Nacional de Cultura leí con asombro un poema cuyos primeros
versos me parecieron fascinantes. Todavía los puedo decir de memoria, sin error
alguno: “He olvidado mi nombre./ Todo
será posible menos llamarse Carlos./ ¿Y dónde habrá quedado?/ ¿En manos de qué
algo habrá quedado?”. El poema entero me pareció deslumbrante.
Salí de la
biblioteca, ebrio de Pellicer, y caminé por la 26 hasta la esquina de la 20,
diciéndome un verso que acababa de hacer mío: “Todo será posible menos llamarse Freddy”. El poema lo había copiado
en un cuaderno. Cuando llegué a la casa abrí de inmediato la vieja Underwood.
Lo transcribí para agregarlo al primer atlas de Warburg que yo tuve: una
carpeta que albergaba, entre otros tesoros, Semillas
para un himno de Octavio Paz, poemas de Quevedo, Góngora, Gerbasi y Paz
Castillo. También –hay que decirlo- allí estaban los textos que con el nombre
de Erasmo Felipe me atreví a escribir yo mismo en esa máquina viajera.
Todo
en ella era posible, menos llamarse Carlos o Freddy.
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