Natalia Ginzburg y Cesare Pavese
Ya no sé cuántas páginas suma este diario ininterrumpido
desde hace 16 años, como Carmen. Lo cierto es que su escritura se me ha
convertido en una costumbre y en una especie de compañía. No anoto todo en él,
pero en él están los seres de mi afecto y algunas cosas que me pasan. De sus
páginas también forman parte mis silencios.
Los diarios son ejercicios de escritura y también
una ayuda invalorable para la memoria. Varias veces me he valido de ellos para
precisar una fecha, dar con un nombre o con algún dato que creía perdidos. Son
un ensayo de lo inmediato y un inventario incompleto de lo cotidiano.
Asimismo, los diarios son un desahogo que
celebra o recusa en la trastienda. Este mío se ocupa más de mis lecturas que de
otras cosas, aunque a ratos se entretenga en algunas minucias de la casa. Sé
que por más evasivo o discreto que
parezca en relación con ciertas intimidades, entre sus líneas siempre va
quedando algo de lo que me callo o creo callarme.
Me gustaría uno más explícito, pero no va
conmigo ese tipo de diario. Los diarios son como el diarista: tienen sus
defectos (muchos en mi caso), sus manías (otras tantas) y seguramente alguno de
esos hábitos “virtuosos” de los que Natalia Ginzburg habló con sabia ironía en
un libro admirable, el mismo que incluye las más bellas páginas sobre Cesare Pavese
que he leído: Las pequeñas virtudes.
Hasta aquí las autorreferencias de la anotación
y vuelvo a Pavese, diarista dolido y solitario, para releer su oficio de vivir, bajo la sombra de este
amoroso retrato de Natalia:
“Murió en verano. Nuestra ciudad en verano, está
desierta y parece muy grande, clara y sonora como una plaza. El cielo está
limpio pero no luminoso, tiene una palidez lechosa. El río fluye llano como un
camino, sin emanar humedad ni frescura. De las calles se levantan ráfagas de
polvo (…). // No estaba ninguno de nosotros. Para morir eligió un día
cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de un hotel cerca de la
estación: en la ciudad que le pertenecía, quiso morir como un forastero. Había
imaginado su muerte en una poesía, de hacía muchos, muchos años:
No será
necesario dejar la cama.
Sólo el
alba entrará en el cuarto vacío
(…)
Poco después de su muerte, fuimos a la colina”.
Ahora sale el gato de Pavese y abro El
Oficio…
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