Monday, June 10, 2013

OFICIO DE ANOTAR


Natalia Ginzburg y Cesare Pavese
 
Ya no sé cuántas páginas suma este diario ininterrumpido desde hace 16 años, como Carmen. Lo cierto es que su escritura se me ha convertido en una costumbre y en una especie de compañía. No anoto todo en él, pero en él están los seres de mi afecto y algunas cosas que me pasan. De sus páginas también forman parte mis silencios.  

Los diarios son ejercicios de escritura y también una ayuda invalorable para la memoria. Varias veces me he valido de ellos para precisar una fecha, dar con un nombre o con algún dato que creía perdidos. Son un ensayo de lo inmediato y un inventario incompleto de lo cotidiano.  

Asimismo, los diarios son un desahogo que celebra o recusa en la trastienda. Este mío se ocupa más de mis lecturas que de otras cosas, aunque a ratos se entretenga en algunas minucias de la casa. Sé que por más evasivo o discreto  que parezca en relación con ciertas intimidades, entre sus líneas siempre va quedando algo de lo que me callo o creo callarme.  

Me gustaría uno más explícito, pero no va conmigo ese tipo de diario. Los diarios son como el diarista: tienen sus defectos (muchos en mi caso), sus manías (otras tantas) y seguramente alguno de esos hábitos “virtuosos” de los que Natalia Ginzburg habló con sabia ironía en un libro admirable, el mismo que incluye las más bellas páginas sobre Cesare Pavese que he leído: Las pequeñas virtudes.   

Hasta aquí las autorreferencias de la anotación y vuelvo a Pavese, diarista dolido y solitario, para releer su oficio de vivir, bajo la sombra de este amoroso retrato de Natalia: 

“Murió en verano. Nuestra ciudad en verano, está desierta y parece muy grande, clara y sonora como una plaza. El cielo está limpio pero no luminoso, tiene una palidez lechosa. El río fluye llano como un camino, sin emanar humedad ni frescura. De las calles se levantan ráfagas de polvo (…). // No estaba ninguno de nosotros. Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de un hotel cerca de la estación: en la ciudad que le pertenecía, quiso morir como un forastero. Había imaginado su muerte en una poesía, de hacía muchos, muchos años: 

No será necesario dejar la cama.

Sólo el alba entrará en el cuarto vacío

(…) 

Poco después de su muerte, fuimos a la colina”. 

Ahora sale el gato de Pavese y abro El Oficio…

Sunday, May 05, 2013

Menos llamarse Carlos (Pellicer)


Carlos Pellicer

 
Del diario del gato:
 
19-01-13: Dos vueltas al parque y muchos loros reales. En la casa me esperó la voz de Gonzalo Celorio hablando de Pellicer. Subo el volumen y transcribo, para que sople un aire tabasqueño esta mañana: 

Ustedes imagínense a Carlos Pellicer, un muchacho muy joven, estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria. Me lo imagino desde el segundo piso del antiguo  Colegio de San Ildefonso, todavía desprovisto de los murales de Orozco, con sus calcetines anaranjados, como son famosos, diciendo el primer poema: 

´En medio de la dicha de mi vida,
deténgome a decir que el mundo es bueno
por la divina sangre de la herida´”.

Voy ahora por uno de sus libros. Corrijo. No es un libro. Es la casa de la alegría, como dijo una vez Gabriel Zaid. La puerta está abierta. Paso. Pasemos todos. 

Continuó oyendo a Celorio: 

“Poeta de dieciocho años, tal vez, confesando una fe religiosa, hablando de la bondad del mundo en un tono alegre, cuando todos los poetas adolescentes más bien se quejan, sufren, se duelen y manifiestan su dolor, su pesadumbre, su escepticismo. Por ahí José Joaquín Blanco decía de Amado Nervo que él no era un gran poeta, porque un poeta que dice en un poema que está en paz con la vida no es un poeta. Pero Pellicer ¡vaya que es un poeta! Un poeta de la alegría. 

Y este poeta al final de sus ´Esquemas para una oda tropical´, se sigue manifestando creyente y esperanzado y persiste en su alegría. Fíjense en estos últimos versos de Pellicer:

´Y en noches luminosas
la brisa huésped de la madrugada
agita con las yemas de sus dedos
el verde oro caudal de aquellas plumas,
retoño volador del árbol muerto´. 

´Y en noches luminosas´. Todas las noches de Pellicer siempre serán luminosas, cálidas, brillantes. ´La brisa huésped de la madrugada´, es decir, estamos en el momento del amanecer. Agita…´ . Y aquí utiliza una prosopopeya, es decir, le da a un fenómeno inanimado estas facultades humanas, le atribuye dedos a la brisa.  ´La brisa huésped de la madrugada/ agita con las yemas de sus dedos´. Y aquí hay una espléndida metáfora de un ave tropical, seguramente un quetzal. Yo pienso en un quetzal. ´El verde oro caudal de aquellas plumas´. Pienso en un quetzal porque, pues si es un caudal de plumas, siento que esta cola de los quetzales tan larga podía corresponder en su largura a esta palabra de ´caudal´ , y además, este colorido ´El verde oro caudal de aquellas plumas/, retoño volador de un árbol muerto´, que es maravilloso, un árbol muerto en donde finalmente todavía anida la vida en esta ave que despierta en el momento del amanecer y emprende el vuelo, en contraste con el árbol muerto donde ha pasado la noche y donde está posada.  

Pero fíjense ustedes como tiene dos posibles lecturas. Una de carácter poético: da la impresión de que es casi una alegoría del poema, que el poema vive o sobrevive, a pesar de que el poeta que albergó a esta ave ya haya muerto. Es como la supervivencia de la poesía, más allá de la vida del poeta.  

Nunca hay una sola explicación para un poema, por supuesto, ¿no?  No estamos en un discurso matemático. Estamos en un discurso poético, en donde las palabras, como dice el propio Bachelard, tienen una resistencia a la significación precisa. Pero a mí me gustaría darle también una interpretación religiosa: parecería que es el alma la que vive, la que  pervive a la muerte del cuerpo que estaría representado por el árbol, el árbol muerto.  

Lo que es cierto es que hay una continuidad, como bien lo vio Gabriel Zaid. Una continuidad entre este primer poema dichoso, alegre, y el último poema en donde mantiene longevamente una fe que no ha fenecido”. 
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Recuerdo la primera lectura que hice de Pellicer. Fue una tarde del año 66, en la Biblioteca Pío Tamayo de Barquisimeto. En un número de la Revista Nacional de Cultura leí con asombro un poema cuyos primeros versos me parecieron fascinantes. Todavía los puedo decir de memoria, sin error alguno: “He olvidado mi nombre./ Todo será posible menos llamarse Carlos./ ¿Y dónde habrá quedado?/ ¿En manos de qué algo habrá quedado?”. El poema entero me pareció deslumbrante.
 
Salí de la biblioteca, ebrio de Pellicer, y caminé por la 26 hasta la esquina de la 20, diciéndome un verso que acababa de hacer mío: “Todo será posible menos llamarse Freddy”. El poema lo había copiado en un cuaderno. Cuando llegué a la casa abrí de inmediato la vieja Underwood. Lo transcribí para agregarlo al primer atlas de Warburg que yo tuve: una carpeta que albergaba, entre otros tesoros, Semillas para un himno de Octavio Paz, poemas de Quevedo, Góngora, Gerbasi y Paz Castillo. También –hay que decirlo- allí estaban los textos que con el nombre de Erasmo Felipe me atreví a escribir yo mismo en esa máquina viajera.

Todo en ella era posible, menos llamarse Carlos o Freddy.