Thursday, August 14, 2014

Retrato


 
Natalia Ginzburg ha descubierto que la ciudad se parece a su amigo perdido: es terca, laboriosa y ceñuda, pero a veces el ocio la posee y se entrega al sueño. Él la amaba y por eso revive en cada esquina. Justo, en una, cree estar viéndolo Natalia, “con el abrigo oscuro de trabilla, el rostro oculto tras el cuello, el sombrero calado hasta los ojos”. Seguramente va a entrar en un café lleno de humo, donde se quitará el abrigo y el sombrero, y se dejará enrollada al cuello “la fea bufanda clara”. Es probable que saque una hoja y escriba estos versos: 

Este es el día en que suben del río las nieblas
a la bella ciudad, por entre prados y colinas,
y la difuminan como un recuerdo…
 

Las calles de Buenos Aires, dice Borges, son un mapa de su vida. Para Natalia Ginzburg, las de la suya, son la biografía del amigo. Por instantes parece que están risueñas, pero es sólo una impresión. Siguen en lo suyo: la "malinconia".
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En algunas ocasiones el amigo los visitaba por las noches. “Se sentaba, pálido, con su bufandita al cuello, y se retorcía los cabellos o arrugaba una hoja de papel. En toda la velada no pronunciaba una sola palabra… Al fin, de repente, cogía el sombrero y se marchaba”. 

Pocas veces hablaba y se mostraba alegre, pero cuando esto ocurría, todo a su alrededor se llenaba de dicha y sus amigos se volvían “mucho más inteligentes”.
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Antes de referir su muerte, Natalia Ginzburg lo evoca con el rostro demacrado de una tarde, pero sin perder en su figura la gracia eterna de un adolescente. Era un escritor célebre, que veía lo cotidiano, fama incluida, “desde inconmensurables lejanías”.  

Murió en verano. Nuestra ciudad en verano, está desierta y parece muy grande, clara y sonora como una plaza. El cielo está limpio pero no luminoso, tiene una palidez lechosa. El río fluye llano como un camino, sin emanar humedad ni frescura. De las calles se levantan ráfagas de polvo (…). // No estaba ninguno de nosotros. Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto, y la habitación de un hotel cerca de la estación: en la ciudad que le pertenecía, quiso morir como un forastero. Había imaginado su muerte en una poesía, de hacía muchos, muchos años: 

No será necesario dejar la cama.
Sólo el alba entrará en el cuarto vacío"
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Poco después de su muerte, Natalia, su marido y unos amigos, fueron a la colina, y sintieron que él, “de alguna manera misteriosa”, siempre los había ayudado y protegido.
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No conozco una mejor estampa sobre él que este retrato de Natalia Ginzburg. Lo leo y releo con enorme gusto. En sus páginas no se dice su nombre, pero se le siente entero, profundo, vivo.
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Ahora vuelvo al "Oficio..."
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(El Retrato de un amigo de Natalia Ginzburg está incluido en su formidable libro Las pequeñas virtudes)